Por: Raúl Fernando Díaz Ochoa
A sólo unas pocas cuadras de un inmenso almacén Carrefour, un centenar de personas recostadas en un muro gris, hacen una larga fila para entrar a una bodega. Algunos de sus rostros son totalmente inexpresivos. Otros, tienen lágrimas o expresiones de dolor. Unos más, simplemente reflejan rabia.
En la construcción sólo se ven unas pocas ventanas, todas cerca de la única de las tres puertas que se encuentra abierta. Los vidrios y paredes tienen pegados varios avisos y listados de nombres a los que nadie presta atención. El grupo es indiferente incluso con los vendedores ambulantes que ofrecen avena, almojábanas y golosinas. En medio de la espera, los protagonistas son los pies y las manos que se mueven con impaciencia golpeando tenuemente el piso y las paredes.
En la puerta de la Unidad de Atención Inmediata a Desplazados de Bogotá (UAID) hay un celador corpulento que responde bruscamente a las personas que lo rodean y le hacen varias preguntas al tiempo. El hombre hace gestos de impaciencia y repite frases como “le toca volver a la otra oficina”, “todavía no lo puedo dejar entrar” o simplemente “¡pero escúcheme!” mientras la gente le extienden sus manos llenas de papeles. Cada cierto tiempo, al vigilante lo acompaña una mujer, que da instrucciones para dejar seguir a un grupo, bajo la condición de que traigan los documentos completos.
En la sala que sigue a la puerta, el ambiente no es muy distinto al de la fila. Al menos otro centenar de personas está en este espacio de piso gris lleno de asientos azules. Hay gente de todas las razas, edades y procedencias. El sombrero ‘vueltiao’ y la ropa clara de un anciano de raza negra contrastan con el atuendo moderno y colorido de una muchacha rubia y rolliza de unos veinte años. En medio de las conversaciones, que en este salón son más frecuentes que afuera, se pueden distinguir acentos de varias zonas de Colombia. Las paisas, huilenses, llaneras y costeñas intercambian algunas palabras, que bastan para delatar sus orígenes.
Mientras algunos están dispuestos a contar sus historias, otros, especialmente los hombres jóvenes, prefieren guardar silencio. Una mujer de Socorro (Santander) dice que las FARC la expulsaron de su finca y le quitaron su ganado. ‘Se hicieron pasar por autodefensas’ señala, mientras recuerda que tuvo que abandonar su casa a las 2 de la madrugada, y que sólo llegó a Bogotá hace cuatro días. Luego, otra mujer que espera que llegue su turno de ser atendida, cuenta que los paramilitares expulsaron de su pueblo, en el Tolima, a toda su familia porque afirman que su yerno colaboró en la toma guerrillera del municipio de Prado.
Para llegar a la sala principal de espera, hay que cruzar una nueva puerta, esta vez con la autorización de un funcionario distrital que viste la típica chaqueta amarilla con letras negras y rojas que distingue a la administración actual de Bogotá. A esta zona, las personas llegan en tandas de veinte, que entran a llenar las sillas que dejan disponibles quienes por fin han logrado ser atendidos. En medio del lugar hay un corredor rodeado por tres grandes grupos de sillas.
Allí, al tiempo que narran sus tristezas, los desplazados están muy atentos al llamado de una mujer peinada de cola de caballo y vestida de blanco. Ellos esperan una ayuda para vivienda, un crédito para montar un negocio, o un empleo para alguno de los miembros de su familia. Sin embargo, tras venir varias veces, la mayoría solo ha obtenido un colchón, un par de cobijas, y uno de los tres mercados a los que tienen derecho. Además de un documento que garantiza su atención médica.
Una de las mujeres cuenta que no ha obtenido ese beneficio. “Es que mis hijos mayores y mi esposo apenas llegaron ayer. En cambio yo llegué hace cuatro días. Cuando hablé con el personero, él me dijo que sólo podía inscribir en esta hoja a mi bebé, que era el único que estaba conmigo. Ahora mi hijo llegó enfermo y no se que hacer”.
Las paredes son de ladrillo pintado de negro. El techo tiene varios tragaluces, pero la iluminación está a cargo de unas lámparas de neón blancas. El olor del salón es de sudor concentrado y no es de extrañar dada la elevada temperatura del lugar. Debe ser de unos treinta grados centígrados.
Cada media hora, cuando se renueva la población de este espacio, se repite la misma escena: ¿Ya me entregaron papeles? dice en voz alta y con palabras muy bien vocalizadas una mujer blanca y robusta. Ante ese llamado de atención todas las personas se levantan de sus puestos y se dirigen hacia ella. Le dicen cientos de cosas al tiempo. Mientras unos se abren paso a empujones, otros, esperan resignados y un poco retirados del tumulto. Todos tienen a mano una carpeta o una bolsa plástica donde cargan varios documentos que esperan, con impaciencia, mostrar a la funcionaria.
También lo hace la mujer con el bebé en brazos. Se llama Rocío García*. Tiene el cabello rizado y claro. Sus labios son rosados y luce tez blanca sin manchas. Ronda los treinta y cinco años. Lleva una blusa azul un pantalón verde claro y carga un inmenso maletín. Mientras observa a la criatura que es muy parecida a ella y que duerme placidamente, afirma: “Es que yo no conozco Bogotá. Yo lo que sé es que antes fui a otra oficina, como por Puente Aranda. Llegar a esta ciudad tan grande es muy difícil, y uno no puede ni preguntar porque todos creen que uno es un ladrón”.
En ese momento se oye una voz imponente: “¡No se levanten de sus puestos!. ¡No vengan todos al tiempo! Siéntense sin dejar espacios entre ustedes. Hasta que no hagan eso no pasaremos por cada silla para recibir los papeles”. Los más viejos hacen caso y vuelven a sentarse. Se comportan como niños asustados ante una profesora enojada. Los más jóvenes esperan un poco más, pero terminan por retomar sus sillas, cuando ante cualquier pregunta, la mujer, sin musitar palabra, les señala la fila de asientos. Hasta los más insistentes son doblegados por los gestos cortantes que usan algunas funcionarias de este sitio para controlar las emociones de unas personas que están viviendo la peor tragedia de sus vidas.
En una sala donde la mayoría están callados, la voz de Rocío, que intenta pasar desapercibida, de vez en cuando llama la atención de una que otra persona de las sillas aledañas. Entonces ella habla aún más quedo. “Uno se vuelve resentido. Uno odia a todo el mundo. Uno corre el riesgo de igualarse”. Y luego de pensar un poco, redondea su afirmación: “Yo no puedo confiar en nadie. La gente que nos persigue, ya nos ha encontrado antes, cuando creíamos estar seguros. Aquí nos piden un pronunciamiento de la red de solidaridad social, para incluirnos en la lista definitiva de beneficiarios de salud. Pero, a nosotros nos da miedo estar en esa lista. Ellos nos podrían localizar”.
Todo comenzó en su pueblo, hace nueve años. Su hermano Germán García* era alguien reconocido en su población era integrante de un partido político de izquierda.
“Estaba amenazado y por eso llevaba buen tiempo sin dormir en su casa. Sin embargo, un amigo suyo con muchos contactos lo llamó un día y le dijo que se cuidara. Él, inexplicablemente, creyó que esa noche estaría más seguro en su hogar. Pero no fue así”
Al fondo se oye una voz que ofrece turrones a 500 pesos, mientras algunos desplazados cruzan miradas y hacen gestos de no tener ni para eso.
“Se demoraron media hora en tumbar la puerta de su casa. Su esposa y sus hijos estaban fuera, pero en el pueblo todos oímos lo que pasaba. Ellos sabían que él no se dejaría sacar vivo de la casa, pues no estaba dispuesto a permitir que lo torturaran. El caso de un copartidario al que le habían sacado las uñas y le habían metido palos por los orificios corporales, lo había impactado mucho”
“Él se defendió con palos y ladrillos, que era todo lo que tenía. Y logró evitar que lo sacaran para torturarlo. Tuvieron que matarlo adentro”.
Mientras mira dormir a su bebé, a Rocío* le tiembla la voz. Una lágrima se desliza por su cara. “La gente no entiende lo que es esto. La gente oye, pero no tiene ni idea de lo que es ser desplazado. Llevo nueve años huyendo para que no maten a mis hijos, incluso estuve escondida en un sótano, sin ver la luz, por años, igual que el resto de mi familia. A todos nos obligaron a irnos del pueblo. Cada uno partió a un sitio diferente, por seguridad. Duré seis años sin encontrarme con mis papás. A varios de mis otros diez hermanos no los he vuelto a ver. Sólo uno de ellos, que también era miembro del partido consiguió asilo político”.
Del partido al que pertenecía Germán*, la Unión Patriótica (UP), han sido asesinados en Colombia cuatro mil integrantes desde su creación a mediados de 1980, según denuncias presentadas ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) de la Organización de Estados Americanos (OEA) por diversas ONG.
Así que Rocío tiene claro que debe esconderse. Y así lo ha hecho durante los últimos años. Se radicó en otra ciudad, luego del asesinato de su hermano, pero la depresión la afectó constantemente. Descuidó afectivamente a sus hijos, y el mayor de ellos empezó a presentar mal rendimiento en el colegio. Para él, dejar de compartir con la enorme familia que representaban sus diez tíos fue un golpe muy fuerte. “Yo sólo reaccioné a la situación de mi hijo, cuando me di cuenta, que con tan sólo 8 años, permanecía jugando maquinitas. No se de donde sacaba plata. Eso me llamo la atención sobre lo que podía pasar con él. Hoy, lo admito, lo sobreprotejo. Uno quiere que sus hijos sean buenas personas”.
Pero los asesinos de su hermano la localizaron en su nueva ciudad de residencia. Aunque su esposo y sus hijos, los que más peligro corrían, alcanzaron a huir, ella tuvo que enfrentar a esas personas, que eran bastante agresivas. El acontecimiento impactó mucho al bebé, que no lactó adecuadamente durante tres semanas. “Es tan injusto. ¿Que tiene que ver este niño con todo esto?”.
Por un lado estaba el peligro de que asesinaran a su hijo, y por el otro, estaban algunos grupos que le exigían al muchahcho participar en una venganza por la muerte de su tío. Así que a partir de ese momento inició el segundo desplazamiento de su familia. Todos tomaron rumbos distintos, igual que lo habían hecho sus hermanos nueve años atrás. Pero esta vez acordaron reunirse en Bogotá para buscar ayuda. “Ahora estamos aquí. No conocemos a nadie y estamos en el limbo”.
En ese instante Rocío hace silencio. Una auxiliar de la UAID la llama para que le explique que es lo que necesita. Le hace varias preguntas. Ella, volviendo al presente le cuenta el recorrido que ha hecho por Bogotá en busca de ayuda. Habla duro, con rabia y con impaciencia. Al verla ansiosa y tensa, una señora bastante mayor, que lleva más de dos años en condición de desplazada por la violencia, le dice que tenga paciencia. Ella, que ya es experimentada, y que ha pasado muchos días sentada en esta misma sala de espera, sabe que ponerse mal no ayuda a mejorar las cosas.
Pero ni Rocío ni la anciana están solas en su condición. Mientras la ONG Codhes (Consultoría para los derechos humanos y desplazamiento) dice que en los primeros tres trimestres del año pasado 252.801 personas fueron desplazadas por la violencia en Colombia, para la Red de Solidaridad Social (del gobierno colombiano), este número fue de 141.266 para todo el 2005. Para esta misma entidad, el acumulado de población en ese estado en Colombia es de 1’745.463.
Las palabras de Lizeth Cienfuegos, psicóloga de la UAID ilustran la situación. “Todos los días esto está lleno y siempre hay gente allá afuera” dice con un marcado acento barranquillero. Detrás de su silla, la ventana de la oficina que da a la bodega, está casi tapada por un montón de mercados y colchonetas que muestran por sí solas la dimensión del problema.
“Muchos de ellos dicen que están bien, pero no siempre es así. Algunos están en shock (no entienden la magnitud del suceso) o no aceptan lo que les pasó. Están tan ocupados de su difícil presente, que tratan de no recodar. Son muy pocos los que logran un estado de resiliencia (superación adecuada del impacto)”, dice la psicóloga.
Luego de guardar silencio unos segundos Lizeth puntualiza: “El hecho de que otros seres humanos les hayan causado esto, hace que las cosas sean más difíciles de superar y aceptar. Muchos preferirían haber vivido un desastre natural”